El 28 de abril de 2019 se dieron las primeras elecciones generales en nuestro país en las que pudieron votar las personas con discapacidad intelectual. Más de 100.000 personas pudieron al fin ejercer su voto tras una larga historia de exclusión e incapacidad judicial. Hoy, con la inercia de los resultados de las elecciones en Madrid, parece buena idea recordar qué es lo que logramos hace dos años y qué es lo que aún nos queda por alcanzar.

En 2019 se produjo un hito histórico para el colectivo, un evento que no deja de ser el resultado de una larga trayectoria de sucesos, esfuerzos y afectos que se han ido acumulando en el tiempo. Para que hoy las personas con discapacidad intelectual puedan votar ha sido necesario asentar culturalmente la idea de que todas las personas deberían participar de los mismos derechos y libertades; y esa idea no ha sido fácil de asimilar.

A finales de 1950, N. Bank-Mikkelsen, uno de los protagonistas de la reforma de la normativa danesa en materia de discapacidad intelectual, definió un concepto que ayudaría a sedimentar un cambio en la mirada hacia el colectivo: el principio de normalización. Este principio formulaba una idea inspiradora y rupturista: asegurar que las personas con discapacidad pudieran llevar una vida tan “normal” como fuera posible.

El principio de normalización fue tomando presencia a través del diseño de nuevas políticas de intervención sobre el colectivo de discapacidad y, con el tiempo, una idea alternativa fue tomando forma: la integración de las personas con discapacidad en todos los ámbitos de la vida cotidiana. En España, esta idea tomó cuerpo a través de la Ley de Integración Social de los Minusválidos (LISMI) publicada en 1982, sentando las bases de la integración del colectivo en nuestro país.

El último y más reciente avance cultural que protagonizamos desde entonces fue reconocer que era nuestra propia interpretación de la discapacidad como “minusvalía” o “deficiencia” la principal barrera que impedía la verdadera integración del colectivo. Lenta y progresivamente nos fuimos dando cuenta de que la mejor forma de integrar al colectivo y normalizar la discapacidad intelectual era favorecer su autonomía personal y facilitar los apoyos necesarios para que todos y todas pudieran participar de la vida con y entre los demás.

Este breve recorrido nos permite comprender la compleja transformación cultural que ha significado el desarrollo histórico de la inclusión social de las personas con discapacidad intelectual. Pero esta historia no termina aquí; en estas elecciones autonómicas el colectivo ha vuelto a votar, pero no servirá de nada si no continuamos trabajando por universalizar la accesibilidad cognitiva a toda la información que se reproduce durante los procesos electorales. Y este es sólo un aspecto más a tener en cuenta de los cambios que todavía tenemos que impulsar, y que las nuevas políticas deberían incorporar.

Es necesario comprender de dónde venimos para entender hacia qué lugar nos toca seguir. Desde Plena Inclusión, la red española de organizaciones que vela por el cumplimiento de los derechos de las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo, lo tienen claro, y han volcado esa hoja de ruta en un decálogo de reivindicaciones para que el nuevo Gobierno no pierda de vista el futuro que aún nos queda por construir.